Antonio, el tristemente fallecido editor de Sirio, siempre se quejaba de que estaba desperdiciando mi talento como editor en otros menesteres que nada me aportaban. 

No entendía como había conseguido lanzar al mercado autores que en mis manos habían adquirido buena fama y los había dejado marchar, sin más, desperdiciando mi tiempo y dinero en utopías sin sentido. Con el cariño que le tenía lo escuchaba atento y con cierta tristeza. La tristeza venía porque él hubiera deseado que trabajáramos estrechamente juntos. Alguna vez me invitó a ser parte importante de su exitosa editorial a cambio de que me olvidara de mis utopías. Una vez se presentó en O Couso y me dijo: “pídeme lo que quieras, pero no abandones la editorial”. En ese momento atravesaba una crisis personal y puse a la venta los tres sellos editoriales que hasta ese momento intentaba gobernar a toda costa. Cumplió su palabra y ambos, en un estrecho y generoso trato, salimos ganando. La editorial siguió adelante a cambio de una hermosa colaboración que aportó cierto éxito comercial para ambos. 

Hoy celebraba con cierta alegría la publicación de nuestro libro número doscientos. En nuestro décimo aniversario como editores, habíamos conseguido publicar nada más y nada menos que doscientos libros. Muchos o pocos dependiendo de cómo se mire. Aunque hoy podría haber sido un día de fiesta, en mi fuero interior, además de la alegría por haber sobrevivido a diferentes crisis editoriales, sentía cierta tristeza. 

Franc era un joven inteligente y entusiasta que todas las tardes se colaba en mi bonita casa de diseño en la sierra morena cordobesa. Eran otros tiempos y la arrogancia propia de los días de juventud me hacían sentirme con ganas de hacer mil cosas. Compaginaba mi vida de joven editor con la de investigador antropológico que se metía en mil historias. Tenía tiempo y dinero y sentía esa sensación de libertad al mismo tiempo que esas ganas de hacer grandes cosas. Franc me llamaba “Le Grand Editor” por esa costumbre tan mía de editar a autores noveles, anónimos, que jamás, en esos tiempos de crisis, encontrarían una editorial que les abriera hueco. Tenía ganas de ayudar a mucha gente y lo hacía tanto como podía, editando libros de los que luego, literalmente, tras gastarnos una fortuna en ellos, se vendían dos o tres. Franc no daba crédito cuando, ante la vergüenza que sentía en las liquidaciones que me llegaban de la distribuidora, yo inflaba los números para animar al autor, pagándole de paso los royalties por unos libros que nunca se vendieron. Aún así había autores de los que vendían dos o tres libros que se quejaban por no haber vendido más de un millón. Por dentro me reía con dulzura amable mientras intentaba calmar su inevitable orgullo espiritual. Por dentro sentía esa necesidad de seguir trabajando a fondo por la cultura y por conservar la luz de nuestro tiempo. 

Esta mañana bromeaba con Noelia: “si tuviéramos el dinero suficiente editaríamos a tal o cual. Nunca han sido editados en España y es una pena que su obra no se conozca”. Admito que esa emoción interior me llenaba de un entusiasmo que diez años después no he perdido. Es una inequívoca señal de que lo que hago me gusta, lo disfruto y lo compagino lo mejor que puedo con la utopía de la que renegaba mi querido Antonio. Me quedó el consuelo, unos meses antes de morir, de escuchar una de sus últimas frases dirigidas a mi locura: “creo que ahora empiezo a entenderlo todo”, refiriéndose a mi empeño por terminar la tesis, por llevar adelante la editorial, escribir libros y aún tener tiempo para dedicar un esfuerzo indecible a un proyecto utópico de difícil desarrollo. 

Diez años después de nuestro primer libro editado, también tengo esa sensación, la sensación de que ahora empiezo a entenderlo todo. Gracias querido Antonio por tu siempre ayuda. Gracias por animarme a seguir, incluso cuando el seguir parecía un imposible. Ahora empiezo a entenderlo… es la luz…  

 

 

 

 
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