Todos hemos sufrido alguna vez de alguna enfermedad, en mayor o menor medida, relacionada no con el cuerpo físico, vital o emocional, sino con uno de los cuerpos más complejos de todos: el mental. De todas las enfermedades posibles, una de las más complejas y difíciles de tratar es la enfermedad del ego, también conocida por los expertos de la medicina psiquiatra como enfermedad de narciso o narcisismo o “yoísmo”.
Es fácil describir los síntomas de la enfermedad del ego: arrogancia, orgullo, prepotencia, autosuficiencia, vanidad, jactancia, vanagloria… Normalmente uno enferma cuando ha creído poseer algún tipo de revelación, de don, o por tener alguna virtud o cualidad superior a la media, o por un golpe de suerte, o por un mal curado daño emocional –como defensa ante las agresiones exteriores-, o el peor de todos, el orgullo espiritual o la inseguridad oculta en uno mismo.
Para muchos expertos, estamos ante la era del narcisismo, la era de aquellos que se creen autosuficientes, que no creen en la importancia del apoyo mutuo, del equipo, de aquellos que rinden culto al egocentrismo y al individualismo. Lo vemos en los individuos y en las naciones, lo vemos como reacción a un mundo que se cree autosuficiente y que puede prescindir del resto sirviéndose de algo que han legitimado y normalizado como verdadero y necesario: el egoísmo.
Una persona enferma de ego no podrá atender a aquellas advertencias que perturben la propia imagen positiva que tienen de sí mismos. La realidad solo la acepta si tiene que ver con su propia realidad. Todo lo demás forma parte de una perturbación, de una incomprensión sobre ella misma o de un ataque frontal hacia su “perfección”. En definitiva, de un falso sentido de identidad.
En la enfermedad extrema, el narcisista vive en una continua exaltación hipermaniaca, en un constante delirio de grandeza donde dibuja la realidad a su antojo, viviendo aislado en sus fantasías, en su realidad modificada, en su seducción continua para conseguir todo aquello que refuerza su propia imagen de éxito, de poder, de gloria. Todo ello, por supuesto, sin contar con los demás, sino, más bien, rechazándolos (véase el apasionante síntoma narcisista de las naciones que desean y reclaman la independencia sin contar con el otro). Y por supuesto, todo aquello que critica su imagen, es producto de destrucción, de locura o de enemistad profunda.
La sanación de esta dolencia mental es compleja, porque un ególatra nunca reconocerá por sí mismo que lo es, al igual que una persona muy insegura que recurre al narcisismo o al egocentrismo nunca reconocerá su debilidad. El bálsamo para paliar todos estos síntomas siempre son grandes dosis de humildad, de compasión, de amor hacia lo extraño, de tolerancia, de perdón y autoperdón, de empatía hacia lo exterior y de sentimiento común ante los hechos objetivos y compartidos. Una buena forma de sanar un ego dañado es, como decía la madre Teresa de Calcuta, “amando hasta que duela”, o “dando hasta que duela”. Un viaje a la India o a África de voluntario, donar algo a lo que tenemos mucho aprecio, ofrecer al otro aquello que necesita, aceptar las críticas y observaciones de nuestros amigos y comprobar por nosotros mismos su certeza, saber aceptar regalos… Hay un infinito mundo de posibilidades para poder empezar a sanar, pero la más importante es la paciencia, la identificación del problema y la posibilidad de alguien que nos guíe por ese mundo desconocido al que llamamos generosidad. Una buena guía externa será una forma de cura, porque delegamos en otro nuestro poder y aceptamos con humildad y a veces incluso con obediencia aquello que no nos gusta.
Mis respetos para usted doctora Natalia. Eres un sol entre tanta obscuridad. Muchas gracias por su trabajo, gracias por despertar…