“Honra, en primer lugar, y venera a los dioses inmortales, a cada uno de acuerdo a su rango. Respeta luego el juramento, y reverencia a los héroes ilustres, y también a los genios subterráneos: cumplirás así lo que las leyes mandan. Honra luego a tus padres y a tus parientes de sangre. Y de los demás, hazte amigo del que descuella en virtud”. Versos Áureos, Pitágoras
Jean Paul no era un autor conocido. De hecho, sólo había publicado una obra titulada “Diario”. Era el mejor libro que hasta entonces había leído. Anónimo, discreto, ni siquiera estaba seguro de que el autor se llamara realmente así. Pero allí estaba, iluminando mi joven curiosidad universitaria en las tardes de otoño mientras devoraba todo tipo de literatura y ciencia basada en teorías del anarquismo epistemológico y en la mística de autores de todos los tiempos.
Jean Paul tenía un estilo inconfundible. Su reflexiva voz sobre los acontecimientos diarios, su crítica longeva hacia una sociedad desconectada del mundo natural y sensible y su acierto a la hora de penetrar en lo íntimo de forma desapegada inspiraron mis primeros artículos de prensa. Para un joven universitario e inexperto, el ver publicado un escrito en el periódico era algo impactante.
Emulando a otro Jean Paul, quizás porque en esos tiempos me dejé influenciar por los pensadores franceses, mi primer artículo lo titulé “La Nausea”. Tuvo que ver con un atentado terrorista ocurrido a mediados de los noventa. Debía tener unos veinte y pocos años. Me gustaba visitar las bibliotecas y quioscos para ver como ojeaban la sección donde aparecía mi foto y mi artículo a toda página. Luego vinieron muchos más artículos que iba coleccionando y recortando uno a uno. Eran como pequeños trofeos para la ilusión y la pequeña vanidad de un escritor que empezaba a hacer sus pequeños pinitos. Hacía cientos de fotocopias que luego mandaba a mis amigos más lejanos por correo postal. Era una tarea emocionante a la que dedicaba horas de meticuloso recorte epistolar. Aún no era un poeta porque aún no era capaz de hablar de mí mismo desde la belleza del paladar diario. Whitman sabía que ese era el secreto de la poesía, expulsar lo de dentro hacia fuera y viceversa. El aglomerar palabras con un significado profundo y oculto, pero cargadas de vida.
Luego llegó internet y la escritura de fondo quedó diluida en un maremágnum que se difuminaba cada día más. Los artículos en prensa desaparecieron y la creación literaria quedó para un tercer plano. Me di cuenta hoy cuando entre libros, y tras un agradable paseo con unas hermosas amigas, buscaba en la librería escritos de Pitágoras, especialmente sus Versos Áureos. Libros que antaño leía con especial devoción y que con el paso del tiempo olvidé entre cajas y cajas que guardan la luz de un nuevo día.
La devoción hacia lo culto, hacia aquello que encierra los secretos de los dioses, el conocimiento que se nos prohibió en tiempos del Edén, tiene mucho que ver con esa chispa divina que dioses y semidioses robaron para regalar a los humanos. Algo que se perdió y soterró en el intramundo y en el idioma secreto.
Hace unos días alguien me preguntaba el porqué no había nunca presentado ningún libro. Y siempre que me lo preguntan recuerdo a Jean Paul. Lo imagino encerrado en su mundo de fuego y llama, de secreto y ternura, de amor hacia la vida sin mayor gloria que la desembocar en los ríos de tinta leídos y escritos que se agolpaban en su vida. El secreto, el conocimiento, ya no es esa manzana de la que se puede comer a expensas de una segura expulsión de la inocencia, de esa salida del mundo natural, como ayer nos explicaba tan bien la catedrática María Toscano en ese inquietante hilo conductor que nos hipnotizó la tarde. El conocimiento ahora fluye hacia el segundo árbol del paraíso, el árbol de la vida eterna. Ese es el fruto que ahora queremos morder y ese es el fruto del que disfrutaba Jean Paul. Esa vida inmortal que susurra en los oídos de los amantes, esa eternidad que se perfila entre la curiosidad y el esfuerzo de los versos áureos: “alzando alto tu mente, que es la mejor de tus guías, hasta los libres orbes del éter, serás un dios inmortal, incorruptible, ya no sujeto a la muerte”.
Esa es la pasión que arde en el secreto de la oración, en la meditación vespertina, en el estudio concienzudo de los secretos de la vida y la muerte, en el servicio como puesta en práctica de todo el conocimiento expresado siempre bajo la base y el bálsamo amable del amor. Así lo recordaba ayer María en palabras bíblicas: “Si no tengo amor, de nada me sirve hablar todos los idiomas del mundo, y hasta el idioma de los ángeles. Si no tengo amor, soy como un pedazo de metal ruidoso; ¡soy como una campana desafinada!”
Jean Paul lo sabía, por eso escribió su única obra y la entregó al mundo desde la humildad y el secreto de los dioses: “El que ama es capaz de aguantarlo todo, de creerlo todo, de esperarlo todo, de soportarlo todo. Sólo el amor vive para siempre. Llegará el día en que ya nadie hable de parte de Dios, ni se hable en idiomas extraños, ni será necesario conocer los planes secretos de Dios. Las profecías, y todo lo que ahora conocemos, es imperfecto. Cuando llegue lo que es perfecto, todo lo demás se acabará”.
Algún día me gustaría ser como Jean Paul. Un susurrador de palabras que nacen del amor. Entonces ya no necesitaré el conocimiento ni nada que nazca de lo extraño. Será el amor lo que emerja y se expanda. Será el árbol de la vida de cuyo fruto beberé. Serán versos áureos lo que saldrá de mi boca. Música celeste nacida de la flauta tallada en madera inmortal.
Mis respetos para usted doctora Natalia. Eres un sol entre tanta obscuridad. Muchas gracias por su trabajo, gracias por despertar…